viernes, 2 de octubre de 2009

Quietud.

¿Alguna vez se mencionó en el tumulto de las voces del universo;
las asesinadas, las exaltadas, o las normales que habitan las calles de la vida a blanco y negro, si hay una respuesta a la pregunta de otro fénix que también murió en las brasas de cenizas de volcanes con nombres de niños y mamás?

Alguien, osado en sus pensamientos, los expulsó para indicar la respuesta a ésta pregunta que atormenta la eternidad en un infierno pasivo y estático, acaso también invisible que nadie parece verlo llegar.

Y soy yo el primero en experimentar, la dura nausea de la responsabilidad frente al camino a oscuras en tinieblas, lleno de tropiezos y ajenos, urgidos y déspotas olvidos de la felicidad.

Qué debo hacer si he transcurrido tantos kilómetros en busca de una difusa certeza, confusa razón, y al sobrevivir, de repente unas luces gigantescas prenden los focos con tanto odio, que la luz atraviesa mis pupilas y las enceguece por varios minutos.

Recupero la conciencia, y me sumergo en la duda incesante de la desición:
El es final del camino. ¿Giro a la derecha en línea recta? o ¿viro a la izquierda en línea recta? O regreso por la oscura niebla, la cual estuvo a punto de arrebatar mi espíritu. O tal vez, dar un paso más y caer al abismo.

Y lloro, como un bebé sin nacer, acuchillado por un instrumento quirúrgico, lloro de lamento, y de ansiedad, cae la noche, y tendré que decidir.

Una lágrima cae al abismo, y no escucho su fondo, ni su fin.
Entonces me decido. Prefiero lanzarme y nunca caer, a quedarme muerto, estático, por la ira de la confusión.

Y temo, y soy cobarde.

¿Hay alguien ahí?

¿Alguien dueño de alguna voz?

Alguien que por piedad, sólo imprima una pequeña fuerza en mi espalda, y me salve de esta profundad quietud.

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